«Y un gran viento vino del lado del desierto y azotó las cuatro esquinas de la casa, la cual cayó sobre los jóvenes, y murieron…» (Job 1:19).

Espacios y campos abiertos y rasos con pocos o ningún árbol son conductivos de fuertes vientos. Una ráfaga o golpe de viento justo antes de un aguacero puede incluso derribar docenas de modernos postes conductores de cables eléctricos.

Áreas de montañas donde algunas de las rocas están expuestas al calor abrasador del sol, y otras rocas están en la sombra, son áreas favorables para que se formen torbellinos y remolinos de aire. Algunos de estos torbellinos fácilmente pueden levantar a alturas de más de tres metros a objetos pesados, que para moverlos se necesitarían varias personas.

Según podemos comprobar en el capítulo 1 del libro de Job, una serie de desastres sorprendieron a las ovejas y rebaños de Job dejándole arruinado. Pero ninguna de estas calamidades podía compararse con la que se describe en el versículo 19, cuando un gran viento del desierto destruyó a todos sus hijos, destrozándole el corazón.

Los desastres a menudo llegan sin aviso. En la casa donde estaban los hijos de Job, nunca vieron el rápido y eminente polvo que se les avecinaba, ni oyeron el bramar del viento hasta que estaba sobre ellos.

Job era un hombre piadoso, intachable y bendecido «perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (ver. 1). Fiel a su familia, sus bendiciones incluían una familia numerosa, una gran casa, y gran posesión de animales, lo que significaba riqueza y substancia, El varón más grande de todos los orientales.

En vista de su impecable conducta, los desastres que le acaecieron por su rectitud como ver a su familia, su hogar y sus posesiones destrozadas, Job nunca esperaría esta «recompensa». Pero no vemos a Job ni llorando ni lamentándose, sino adorando al Señor diciendo: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. El Señor dio, y el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito» (ver.21).

Job podía haber reprobado o vituperado contra Dios por quitarle todo lo que poseía; pero en lugar de esto, Job da a Dios la legitimidad que es debida. La fe reconoce que Dios es soberano, todo sabio y lleno de amor. La fe cree, que lo que dice el apóstol Pablo en Romanos 8:28: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas le ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» es real, verdadero.

La fe está dispuesta incluso a regocijarse en los contratiempos. Tal fue la experiencia de Habacuc quien dijo: «Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labradores no den mantenimiento, y las ovejas sean quitadas de la majada, y no haya vacas en los corrales. Con todo, yo me alegraré en el Señor, y me gozaré en el Dios de mi salvación» (Habacuc 3:17,18).

En ocasiones cuando nos parezca que Dios nos retira sus bendiciones, el amor dice, ¿hay algo más que pueda dar? El amor se puede lamentar porque las pruebas sean dolorosas, pero, aun así, reservará lo mejor para el Salvador.

El apóstol Pablo en su primera epístola a los Corintios capítulo 13, con palabras inspiradas por Dios Espíritu Santo, nos describe la preeminencia del amor. Son definiciones maravillosas como, por ejemplo: «El amor es sufrido, es benigno, el amor no tiene envidia, el amor nos es jactancioso, no se envanece…»

Quizá haya algún amor humano que cumpla estos requisitos, pero hay un amor, el amor de Dios por el mundo, que sobrepasa todas estas definiciones, «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Juan 3:16).

Marcos Román Chaparro

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