
¿Quién es Jesús? ¿Quién es el niño de Belén? A estas preguntas se le podrían dar muchas respuestas. Sin embargo, la única fiable es aquella que Dios mismo proporciona a través de su Palabra.
La vida de Jesús en esta tierra no fue muy larga, unos treinta y tres años. No obstante, toda ella de principio a final está acompañada de manifestaciones extraordinarias que no se dieron con nadie más y que nos hablan de quién realmente es él.
En su nacimiento, un ángel del Señor se apareció a unos pastores que cuidaban sus rebaños “y la gloria del Señor los rodeó de resplandor” (Lucas 2:9). Semejante demostración de la gloria de Dios es señal inequívoca del nacimiento excepcional que ha ocurrido en la ciudad de Belén. La buena noticia de aquel mensajero del cielo es que ha nacido en la ciudad de David “un salvador, … Cristo el Señor” (Lucas 2:11). El nacimiento que en Belén ha ocurrido no es uno más. Es totalmente diferente porque estaba anunciado desde la antigüedad. Desde el mismo momento en que Adán y Eva se rebelaron contra Dios en el huerto de Edén, él, en su infinito amor por el ser humano, promete un salvador; su cumplimiento, por tanto, es cierto y seguro. Es totalmente diferente porque, aunque el que nace es un niño, es mucho más que un niño. Es Dios tomando forma de hombre, viniendo al hombre en forma de indefenso bebé.
El ángel que se aparece a los pastores de Belén es acompañado repentinamente por “una multitud de seres celestiales, que alababan a Dios…” (Lucas 2:13). El cielo se abre para mostrar a aquellos hombres que Dios está cumpliendo su palabra, tal como ha prometido, tal como estaba anunciado por los profetas: “la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Isaías 7:14).
Este niño, Dios hecho hombre, creador de todo cuanto existe, “se despojó de su grandeza, asumió la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres” (Filipenses 2:6, 7). Su existencia pasa inadvertida, viviendo en el anonimato en el seno de una humilde familia en Nazareth. Pero cuando va a darse a conocer al mundo como el cumplimiento de lo prometido por Dios, los cielos vuelven a abrirse. Aquí no participan ángeles, sino que es la misma voz de Dios la que confirma a Jesús como su Hijo, Dios hecho carne. Las palabras suenan contundentes: “Este es mi Hijo amado en quien me complazco” (Mateo 3:17). Dios Padre desde el cielo no solo dice que Jesús es su Hijo, sino que cuando observa su vida siente agrado, satisfacción y alegría por su vida recta y justa. Y es que Jesús, en obediencia a su Padre Dios, viene a este mundo en humildad, haciéndose igual a sus criaturas, semejante en todo a ellas “pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Antes de nacer un ángel había ordenado a José que le pusiera al niño el nombre de Jesús, “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Solo alguien sin mancha moral alguna sería capaz de salvar a su pueblo de su pecado. Solo Jesús está capacitado para cumplir esta misión.
Jesús está con sus discípulos y de nuevo los cielos se abren: “se transfiguró… Su rostro resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz” (Mateo 17:2). De nuevo una voz del cielo declara: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadle” (Mateo 17:5). La gloria y majestad de aquel hombre perfecto, Jesús, se hace visible ante sus discípulos. Él es Dios mismo, cuya gloria está velada en su humanidad. Dios Padre aprueba de nuevo a Jesús y se complace en todo su proceder. Dios Padre aprueba a su Hijo, pero el hombre debe escucharle, ya que todo cuanto dice y hace es verdad. Es necesario oír sus palabras y creerlas. Es preciso seguir a Jesús. “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede llegar al Padre si no es por mí” (Juan 14:6).
Jesús clavado en la cruz, mas esta vez no hay ángeles, no hay canción, no hay voz celestial alguna. El cielo está callado. Jesús está solo. Al borde de la muerte, hecho culpable por los pecados de la humanidad, halla que no hay consuelo ni respuesta. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46). El juicio y la ira de Dios están siendo derramados en toda su intensidad sobre su propio Hijo, aquel que había recibido la aprobación del Padre y en quien el Padre se complacía. Esta vez el cielo calla y el Hijo es abandonado para que el hombre, por medio de la fe, pueda ser salvado. El cielo enmudece. Jesús muere.
Los que le amaban le lloran. No hay consuelo. Mas de nuevo el cielo se abre y un ángel del Señor les dice a unas mujeres: “No temáis. Ya sé que estáis buscando a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado…” (Mateo 28:5, 6). Preciosas palabras. La resurrección de Jesús abre un camino de esperanza. El pecado, Satanás y la muerte han sido derrotados. Jesús ha vencido.
El niño Jesús, el niño de Belén, es mucho más que la excusa para un tiempo de celebración, de encuentros y de regalos. Aquel niño Jesús creció y llegó a la edad adulta con un propósito sublime: salvar al ser humano de sus pecados, abrirle la puerta del cielo a través de la fe en su sacrificio en la cruz.
Los discípulos están boquiabiertos contemplando cómo Jesús asciende al cielo. Los cielos se abren de nuevo. Unos ángeles se acercan a ellos y les dicen: “¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?… igual que lo habéis visto ir al cielo, volverá” (Hechos 1:11).
El cielo se volverá a abrir. Jesús volverá, no como indefenso bebé, sino en toda su gloria y majestad. Y mientras tanto, al igual que el coro celestial en aquella primera Navidad, los que le esperamos cantamos: ¡Gloria a Dios en las alturas!
Elisabeth Ramos