
“Si no lo veo, no lo creo”, es una expresión que quizá todos hemos utilizado alguna vez. Con ella estamos declarando que necesitamos ver para creer. Pero, ¿es esto cierto? ¿No es verdad que hay muchas cosas en las que creemos aunque que no las hayamos visto con nuestros ojos? Es evidente que ninguno de nosotros llegó ha conocer de manera personal a Aristóteles (384 a. C.- 322 a. C.), a Alejandro Magno (356 a. C.- 323 a. C.) o a Julio César (100 a. C.- 44 a. C.). Pero no por eso dejamos de creer que estos personajes históricos realmente existieron. Tenemos documentos que evidencian que fueron personas reales que vivieron en una época pasada, que aunque no los conocimos personalmente no por eso negamos su existencia. Es decir, reconocemos que no hemos necesitado verles para aceptar que fueron reales. Entonces, para ser honestos, en vez de afirmar, “si no lo veo no lo creo”, tendríamos que decir más bien que “si no lo creo es porque no quiero”. Por tanto, no es una cuestión de ver para creer, sino más bien de querer creer lo que es evidente.
Creo en la resurrección de Cristo Jesús. Aunque es cierto que no fui testigo ocular de este acontecimiento, existen suficientes evidencias históricas que corroboran este milagro (1ª Corintios 15:1-8). La creencia en la resurrección de Cristo no se basa en una fe ciega, un sentimiento religioso o en un rumor infundado, sino en la convicción de unos hechos históricos verificados por sólidas evidencias. La cuestión sobre creer o no creer en la resurrección de Jesús no tiene que ver con lo intelectual, sino con nuestra voluntad. Si en nuestro corazón no existe la voluntad de creer, va a ser difícil aceptar la verdad sobre cualquier hecho histórico.
Fue esta la acusación que hizo el apóstol Pablo contra la iglesia de los Corintios al hablarles de lo sucedido con Moisés en el desierto: “Moisés… ponía un velo sobre su rostro, para que los hijos de Israel no fijaran la vista en el fin de aquello que había de desaparecer. Pero el entendimiento de ellos se endureció; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo… puesto sobre el corazón de ellos” (2ª Corintios 3:13-15). El velo con el que Moisés se cubría su rostro era un trozo de tela, es decir, un velo literal. Pero el velo al que ahora hace referencia Pablo aquí es espiritual, para describir tanto la ceguera de la mente como del “corazón” de los israelitas. Pablo les confronta, no porque no tuvieran la capacidad de entender, sino porque no tenían la voluntad para obedecer. Es decir, la raíz del problema se hallaba en el corazón. Ellos no querían ni aceptar, ni reconocer, ni recibir a Cristo como Señor y Salvador.
De igual manera, hoy son muchos los que no tienen ningún problema en admitir que hace unos dos mil años hubo un hombre llamado Jesús, nacido en Belén de Judea. que viajaba por todo el territorio de Israel predicando y enseñando acerca del reino de los cielos. Un hombre que adquirió popularidad y fama de ser una buena persona… Creen en Jesús de la misma manera que creen en otros personajes históricos como los mencionados anteriormente. Pero, aunque no tienen problema en reconocer a Jesús como un personaje histórico, se niegan a reconocerle como el Hijo de Dios (Juan 20:31), porque esto significaría admitir que en Cristo “habita toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9). Tampoco aceptan la realidad del pecado, es decir, no creen que todos seamos pecadores y que estemos separados de Dios (Romanos 3:23). De igual manera tampoco creen en la necesidad de la muerte de Jesús en la cruz y su resurrección al tercer día. Pero como la Biblia enseña, creer en Jesús significa creer que él murió en la cruz en nuestro lugar, y que resucitó de entre los muertos. Para ser salvo y recibir la vida eterna necesitamos aceptar todo esto: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).
Queridos amig@s, es posible tener un “velo” en nuestro corazón y no saberlo. Ese velo puede ser el de la ignorancia, la incredulidad, los prejuicios, el orgullo, la tradición, la religión… Como dice el conocido refrán, “no hay mayor ciego que el que no quiere ver”. Tú y yo podemos ir todos los domingos a la iglesia, escuchar el sermón o la misa, cumplir con los ritos y ceremonias religiosas establecidos, como en estos días de Semana Santa muchos hacen. Pero si nos negamos a creer en la divinidad de Cristo y que él murió y resucitó para salvarnos de nuestros pecados, no será posible recibir de Dios su justicia, su salvación, su perdón y la vida eterna. La resurrección de Jesucristo es la piedra angular de la fe cristiana. Sin ella, no tenemos esperanza para esta vida ni para la venidera. ¿Has puesto tu confianza en el Cristo resucitado?
Benjamín Santana Hernández