
En el año 1993 se estrenaba la película Groundhog Day, conocida en España por El día de la marmota. Un espléndido Bill Murray junto a Andie MacDowell protagonizaba una de las comedias más taquilleras del año. Phil Connors (como se le nombra a Bill en la película), era un periodista orgulloso, pedante y grosero al que le tocó cubrir la noticia anual del día de la marmota, en un pueblecito llamado Punxsutawney, Pensilvania. Este día es famoso en Estados Unidos, en el cual, según el comportamiento biológico de una marmota, predice si el invierno va a seguir o por el contrario da paso a la primavera.
El caso es que, Phil queda atrapado en el tiempo en este mismo día, repitiendo una y otra vez siempre las mismas circunstancias. Este bucle infinito le hace deprimirse hasta el punto de suicidarse varias veces, aunque con el resultado de que se despierta siempre el mismo día y con el mismo patrón. Este suceso le hace recapacitar y poco a poco va cambiando su forma de ser hasta que se convierte en una persona amable, bondadosa y apreciada por todos. En la trama final, un Phil muy cambiado, confiesa su amor a Rita (como se le conoce a Andie) reconociendo sus errores y el compromiso de vivir siempre con ella. Rita acepta y en ese momento se rompe la maldición del día de la marmota, pasando a otro día con un Phil totalmente nuevo, amable, generoso y querido por todos.
Cuando vi por primera vez esta película, pensé ¿y si esto me pasara a mí? ¡Qué horror! Ya sé que es imposible que esto suceda, aunque no está tan lejos de la realidad, porque ¿no es lo que vemos en nuestra sociedad todos los días? Corrupción política, polarización social, guerras, violencia, tragedias medioambientales, asesinatos, atentados… Si nos damos cuenta, el patrón sigue siendo el mismo día tras día. Y el problema no es que estemos atrapados en el tiempo, sino que nosotros hemos atrapado al tiempo entrando en un bucle que se repite constantemente. Es el mundo al revés, aunque las hojas del calendario se van sucediendo unas tras otras las circunstancias no cambian, siempre son las mismas.
Esto me recuerda que el corazón del ser humano no va a cambiar porque el tiempo pase o porque el tiempo, si pudiera ser, se detenga. Al fin y al cabo, el tiempo es solo tiempo, pero nuestro corazón no depende del tiempo sino de nuestra actitud frente a las circunstancias que nos rodean. El rey David comprendió perfectamente esto, cuando dijo en el salmo 31: “Mas yo en ti confío, oh Señor; digo: Tú eres mi Dios. En tu mano están mis tiempos”. El salmista no quería ser el mismo día tras día, quería que el Señor le ayudara a cambiar sus fracasos y temores por una vida próspera y feliz. Pero entendió que la felicidad y la paz no residen en el corazón humano, ni en sus circunstancias, sino en Dios. Por eso David puso su confianza en él y por eso, David pudo sobreponerse al bucle de desastre que le acompañaba día tras día: “Mas yo confío en ti…”.
Es cierto que la mayoría de las veces, las circunstancias no van a cambiar porque el tiempo pase o no pase, sin embargo, nuestro cambio sí puede influir en las circunstancias. En este sentido, confiar en el Señor nos hace comprender que ni el tiempo ni las circunstancias son los dueños de nuestro destino, sino la soberanía y la gracia de Dios que guía nuestra vida si hemos puesto nuestra confianza en él.
Quizás, en este momento -como Phil- nos sintamos atrapados en el día de la marmota, en el cual, día tras días cometamos los mismos errores y estemos rodeados de las mismas tragedias. Aun así, podemos poner nuestra confianza en Dios, sabiendo que, si confiamos en él, puede cambiar no solo nuestro corazón sino también nuestras circunstancias.
José Valero Donado